Este sitio web utiliza cookies para mejorar su experiencia mientras navega. Las cookies que se clasifican según sea necesario se almacenan en su navegador, ya que son esenciales para el funcionamiento de las características básicas del sitio web. También utilizamos cookies de terceros que nos ayudan a analizar y comprender cómo utiliza este sitio web. Estas cookies se almacenarán en su navegador solo con su consentimiento. También tiene la opción de optar por no recibir estas cookies. Pero la exclusión voluntaria de algunas de estas cookies puede afectar su experiencia de navegación.
Imprescindibles
Las cookies necesarias son absolutamente esenciales para que el sitio web funcione correctamente. Esta categoría solo incluye cookies que garantizan funcionalidades básicas y características de seguridad del sitio web. Estas cookies no almacenan ninguna información personal.
No imprescindibles
Estas cookies pueden no ser particularmente necesarias para que el sitio web funcione y se utilizan específicamente para recopilar datos estadísticos sobre el uso del sitio web y para recopilar datos del usuario a través de análisis, anuncios y otros contenidos integrados. Activándolas nos autoriza a su uso mientras navega por nuestra página web.
Sinopsis
A ti como a mí nos han enseñado que la democracia es una invención occidental, que se la debemos a los antiguos griegos y que más tarde fue resucitada y perfeccionada en los siglos XVII y XVIII tanto en Europa como en Estados Unidos. Todo muy bonito. Y muy irreal. Porque no fue la «cultura occidental» la que hizo aparecer y prosperar la democracia. Ante todo, no debemos olvidar, tal como expone y disecciona David Graeber con extraordinaria lucidez, que si entendemos la palabra «cultura» en un sentido antropológico, todo parece indicar que la cultura occidental no existe. Y si entendemos la palabra cultura como sinónimo de Alta Cultura, no es difícil corroborar hasta qué punto, en tanto que adalides del Estado, esas élites políticas, económicas y artísticas, tanto en Occidente como en Oriente, se opusieron históricamente de manera firme y constante a la auténtica democracia (que identificaban con el poder caótico de la turbamulta). Por el contrario, David Graeber sostiene que la democracia solo nace y solo vive al margen de los sistemas de poder: tiene mucho más que ver con las prácticas de las comunidades fronterizas (ya sea en la Islandia medieval o en la Chiapas contemporánea, entre las tripulaciones de los buques piratas o en las confederaciones nativas americanas) que con el aparato coercitivo del Estado. Al fin y al cabo, en una sociedad como la nuestra, basada en las desigualdades materiales, el Estado es, en esencia, un mecanismo que, mediante el monopolio de la violencia, asume la protección de los bienes y la contención de las «masas» a las que la democracia real podría empoderar. Una poderosa reflexión que nos invita a cuestionar de forma radical nuestros sistemas políticos y su influencia en todos los ámbitos de nuestras vidas.