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Sinopsis
Cargas de coraceros con refulgentes cascos metálicos; agrestes cabileños, de chilabas rayadas; lanceros con multicolores banderolas; la legendaria Guardia Negra, azul y roja; audaces cornetas, casi niños; bellas hebreas; presidiarios encadenados, como salidos de Los Miserables; húsares, blancos y celestes; aérea caballería marroquí, envuelta en jaiques fantasmales; misteriosas ciudades santas; arias de Bellini cantadas a la luz de las hogueras por oficiales sentimentales; zocos abigarrados; curtidas cantineras vestidas a la amazona, revólver en cinto; Prim tonante, en los Castillejos; caravanas ondulantes de camellos; ataques a la bayoneta con banderas desplegadas, al compás de músicas y charangas; y plumas como las de Alarcón, que tomaban sus sueños por realidades. Por estos y otros aspectos la Guerra de Marruecos de 1859-1860 ha pasado a la historia con el nombre de Guerra Romántica, carácter que comparte la misma denominación oficial, Guerra de África, que desorbita el ámbito de las operaciones que se llevaron a cabo, para darles una dimensión continental cuando, en realidad, solo se desarrollaron entre Ceuta y la bahía de Tetuán.
Junto a todo eso existe, sin embargo, otro rostro no tan evocador, el de una campaña improvisada, lanzada en la peor época del año y con medios navales insuficientes; soldados ateridos, mal cobijados en tiendas diseñadas para resguardar del sol, no para proteger de las constantes lluvias, y batalla inútiles y costosas. Y siempre, la sombra del cólera insidioso, matando a diestro y siniestro, más feroz que las balas, que envió a miles de hombres a la tumba, tras entierros clandestinos, para no desmoralizar a los supervivientes, o a hospitales donde con frecuencia agonizaban olvidados en el suelo, sobre un montón de paja podrida.
En ¡Españoles, a Marruecos! La Guerra de África 1859-1860, Julio Albi de la Cuesta retrata con maestría esta dicotomía, porque si la guerra fue indiscutiblemente popular, miles de españoles pagaron para no ir a ella; si concitó consensos de todos los partidos, la unanimidad duró poco; si obtuvo ciertas ventajas, generó decepciones, incluidas las de la propia Isabel II, y si se derrochó bravura, sobraron imprudencias censurables.
Fue, pues, una campaña con claroscuros, como tantas otras, lejos del escenario, a la vez idílico y teatral, que en ocasiones se ha presentado.
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