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Sinopsis
Una mujer curiosa, con una voz menos clara que la del rey Fernando pero con una nítida pronunciación castiza. Amante apasionada de su esposo, constante y muy celosa, fuera de toda medida, según la describe el cronista Fernando del Pulgar.
Austera en sus costumbres, abstemia y no muy generosa en su vida cotidiana, gustaba en cambio de las grandes pompas en las ocasiones señaladas. Coqueta, fue famosa su pasión por las telas llegadas de Holanda y por los cosméticos, que buscaba en los principales mercados de la época.
Es conocido su carácter varonil, producto quizá de una esmerada educación para gobernar, capaz de superar cualquier flaqueza. Aunque atendía a sus consejeros en cuestiones políticas, siempre se rigió por su arbitrio a la hora de decidir. Una virtud que la convirtió en una estratega sagaz e implacable.
Así se nos aparece la Reina en la reconstrucción histórica emprendida por Tarsicio de Azcona, uno de los mayores especialistas en Isabel la Católica: su figura emerge con luz propia en el otoño de la Edad Media y en los pasos iniciales del imperio español.
Bajo su mandato se establecieron las bases del Estado moderno: reforzó el poder central, sometió a la nobleza y veneró y favoreció a la Iglesia, aunque plegada a la razón de Estado. Su proyecto político trascendió las fronteras de Aragón y Castilla, para ello concertó hábilmente los matrimonios de sus hijos: emparentó a Isabel y María con el Reino de Portugal; a Juana la Loca y al infante Juan con la Corona de Austria; y convirtió a Catalina en esposa de Enrique VIII. Más allá de Europa, su apoyo a la aventura americana abrió la Corona española al Nuevo Mundo.
Es imposible comprender la historia de nuestro país sin atender a Isabel la Católica: firme en su religiosidad, clarividente en su quehacer político... Una mujer que se anticipó a su tiempo.